El premio Nobel de literatura con el que Han Kang ha sido galardonada el año pasado es sin duda prueba más que suficiente de la relevancia de la escritora surcoreana, sin embargo, el calado de su obra es prueba de un fenómeno aún mayor. La ultima década ha visto a la producción cultural coreana colarse en puestos que antes solo estaban reservados para la estadounidense y la japonesa. La hegemonía es y seguirá siendo del gigante americano, pero la sobresaturación de un mercado que ha resignificado la palabra «contenido» como un bien que medirse al peso, ha hecho que sus consumidores busquen otras fronteras. Japón ha sido el destino de muchos. El país del sol naciente exporta con orgullo a todo el mundo videojuegos, anime y manga; es su industria musical la que no ha logrado el mismo éxito y es apenas consumida fuera de sus fronteras. Aquí es donde irrumpe Corea del Sur. El fenómeno del K-Pop ha hecho que se cuelen de forma habitual grupos como BTS en las listas Billboard. Y han llegado para quedarse.
Esta nueva industria ha dejado de ser un improbable o un golpe de suerte para instaurarse como un gigante a tener en cuenta. Así lo han acompañado la producción audiovisual. En el ecosistema de las plataformas de streaming la producción coreana también vive un boom que va mucho más allá del inesperado éxito de El juego del calamar. Los llamados k-drama inundan plataformas como Netflix y triunfan como obras de fácil consumición. Cada vez más podemos incluir a Corea como el tercer gran exportador de cultura global. Han Kang es la otra cara de la moneda.
Como obras que tienen en cuenta a un público más amplio, estas producciones coreanas acostumbran a un tono ligero, siendo un retrato positivo y a menudo inocente de la cultura coreana. Esto no habla de su calidad, son lo que son y denostarlas por ello sería caer en el elitismo de una otredad que a menudo sufre el K-pop. Pero hay algo más. La cultura coreana, como cualquier otra, no está exenta de sombras, y Han Kang es la más precisa pintora de estos claroscuros. En la obra de la escritora nacida en Gwangju, la brutalidad humana subyacente en los pactos sociales y la definición de locura y lucidez bajo estos, conjugan belleza y violencia para cuestionar la naturaleza del ser humano y la posibilidad de vivir al margen de cualquier abuso. Este abuso recae en las relaciones humanas típicas de la Corea más capitalista e incide tanto en la psique de sus personajes como en la violencia hacia sus cuerpos:
De pronto, tuvo la sensación de que nunca había vivido y se sintió sorprendida. Era cierto. No había vivido realmente. Desde que tenía uso de razón, no había hecho otra cosa que aguantar. Se creía un ser humano bueno y nunca había hecho daño a nadie. (…) Sin embargo, ante esas construcciones descritas y esos hierbajos ella no era más que una niña que nunca había vivido.
Han Kang relata una historia que consigue involucrar desde la incomodidad de su crítica social de igual forma que consigue maravillar con la delicadeza de sus escenas. Desde su inicio La vegetariana perturba con sus personajes y propuestas, pero con una prosa accesible en todo momento envuelve a un lector que no puede apartar la mirada. Ciertas escenas consiguen un efecto de rechazo físico con su lectura, pero es gracias a este juego de contrastes que La vegetariana conmueve. Asistimos a la metamorfosis de lo que de otra forma sería una mujer coreana promedio, con su vida promedia y su marido promedio. La historia de la protagonista, Yeong-hye, se relata siempre a través de ojos ajenos. Su voz, de haber tenido una, nunca le ha pertenecido. Volverse vegetariana no es solo un acto de rebelión, es también una explosión de dolor hacia un mundo cruel.
Es de celebrar que obras de este calado reciban tan buen acogimiento, por mucho que siga imperante el discurso siempre pesimista de «ya nada era como antes». La Vegetariana termina de perfilar el boom por la cultura coreana que nos permite obtener una imagen más matizada. Es importante no caer en la otredad, pensar en una cultura ajena como un lobo disfrazado de oveja. A menudo se cae en este pensamiento con la ya mencionada cultura japonesa. Sus características más alienantes terminan siendo las únicas que se mencionan al pensar en ellas, pero no son más que una parte dentro de un conjunto mucho mayor. Esto no quiere decir que no deban dejar de ser nombradas. Han Kang es un ejemplo de la necesidad de relatar también las sombras, y su obra es y será importante en el intento de subsanar la desigualdad de la cultura coreana. Los dilemas que expone la novelista son marcadamente coreanos: el trabajo por encima de todo, la importancia de la imagen, la mujer como un bien mercantilizado… Pero la coreana no es la única sociedad llena de clarooscuros. Aunque tomen formas diferentes, el capitalismo salvaje y el machismo sistematizado que vemos en La vegetariana y en contrapartidas japonesas como la obra de Mieko Kawakami no nos deberían resultar problemas ajenos.
Como demuestra la escritora surcoreana, el mismo concepto de sociedad, sea coreana, japonesa, americana o cualquier otra, implica tiranteces. ¿Es posible vivir de forma completamente inocente? Han Kang explicó en una entrevista a World Literature Today en el año 2016: «La violencia es parte del ser humano, y ¿cómo puedo aceptar que soy uno de esos seres humanos?» La voz de Han Kang es una de muchas. Sus experiencias, aunque diferentes y marcadamente extranjeras, responden a problemas con los que no nos debería resultar difícil de empatizar.