Siendo un arte relativamente joven y sin la perspectiva del tiempo pasado, es difícil determinar en qué momento se encuentran ahora mismo los videojuegos. Los avances tecnológicos han alcanzado un valle en el que todo paso es menos perceptible que el anterior. Los triples A corren como pollo sin cabeza en la búsqueda de subirse a una nueva ola que les permita salvarse de sus cada vez más insostenibles presupuestos. Mientras tanto los indies, aunque siguen siendo en muchas ocasiones la punta de lanza en cualquier avance que no sea gráfico, parece que también están sufriendo cierto estancamiento. Es imposible ver cualquier conferencia de los últimos meses, la mayoría de ellas levantadas por los propios indies, y no encontrar incluso en las producciones más pequeñas manierismos propios de los triples A. Es lo natural cuando cada vez más estos juegos ocupan un espacio en el mainstream y no dejan de ser productos con compañías detrás, que aunque pequeñas e independientes, buscan legítimamente poder sacar una rentabilidad de su arte. Sin embargo salen obras maestras todos los años y así seguirá siendo, porque lo que sí podemos decir con seguridad es que vivimos una época de total expansión.
El mercado es más grande que nunca y no parece que vaya a dejar de crecer. La experta en estadística Jessica Clement desvelaba en su investigación que solo en 2024 se publicaron en Steam 15.000 juegos. Y la tendencia solo sube. Este fenómeno ha recibido el nombre de «indiepocalypse», la idea de que en un mercado cada vez más saturado será incrementalmente más difícil hacerse un hueco y prosperar. Pero los videojuegos, como la forma de arte que son, deben depender de esta variedad desbordante para poder gozar de buena salud. El arte avanza cada vez que nuevas manos juegan con él, y entre tanta negatividad, es de celebrar que cada vez más gente decida expresarse en forma de videojuegos. Y no solo eso, cada vez el grueso del público que denostábamos como “casual” acude más a este mercado.

Pero precisamente ha sido la palabra “arte” la que nos ha dado muchos problemas. Nos hemos matado durante toda la existencia del medio para convencer a la gente de fuera que eso que disfrutamos con pasión en nuestro tiempo libre es una forma de arte. Porque incluso cuando solo había una pelota cuadrada y blanca rebotando entre dos rectángulos en movimiento había una expresión artística. Puede que no hubiese una expectativa elevada en su concepción ni un subtexto complejo, pero es que el arte no puede, (o no debería) medirse en volumen de mayor o menor. Desde luego Las meninas es mucho más relevante, que no necesariamente mejor, que la mayoría de obras de arte. Pero no debatimos que la obra de Velázquez, un cuadro concebido como un encargo de la familia real española del momento, sea «más pintura» que un cuadro fruto de los sueños de Beksiński, un pintor polaco que trabajaba de espaldas a la consideración de cualquier público. Es por esto que creo que es un error medir las obras en unidades artísticas, pues por definición, mientras exista esta expresión, sea profunda, plana, personal o corporativa toda obra es arte en igual medida. Tampoco me gusta el relativismo absoluto, creo que existe arte mejor y peor y por eso me apasiona escribir sobre todo ello. Pero pensar que por ser peor una obra es menos arte es un pensamiento vago y facilón que quita cualquier gracia al trabajo del analista. Pero en los videojuegos muchas veces ha sido al revés
La cultura hardcore que denostaba al público casual ha sido la misma que en muchas ocasiones ha dado la espalda a juegos que llevaban hasta las últimas consecuencias la expresión de los videojuegos como un arte. Juegos que al ser “demasiado artísticos” dejaban de poder considerarse videojuegos. Esta retórica ha sido recurrente con juegos como los walking simulators, obras que reducían al mínimo su interactividad en pos de una narrativa más marcada. Porque, aunque como mencionaba antes incluso en su prehistoria los videojuegos han sido arte, lo cierto es que hasta muy recientemente no hemos tenido juegos que como estos ocupasen una función lírica. Hablo no necesariamente de poemas estrictamente hablando pero sí de esa expresión de un yo poético. En medio de este indieapocalypse la obra de Cecile Richard es el ejemplo perfecto de videojuegos líricos, trabajos que traen consigo aire fresco. Obras que como los polémicos walking simultaros son extremas en su expresión pero inequívocamente arte y videojuegos.
Cecile Richard es un diseñador gráfico y desarrollador de videojuegos no binarie que actualmente reside en Melbourne. Su obra podemos encontrarla en Itch.io, una plataforma que puede considerarse como la cara oculta de la expansión del mercado indie, un acercamiento mucho más flexible y menos corporativo que el de Steam. Sus juegos son de los más relevantes en la plataforma y la demostración de qué tan lejos puede llegar la expresión dentro del medio. Novena (2018) fue el juego con el que Richard se dio a conocer, un pequeño poema hecho juego sobre las relaciones humanas, qué significa querer, “la carga de ser fuerte y los frutos de la perseverancia”. El juego apenas dura cinco minutos, tiempo suficiente para vivir una de las experiencias más inmersivas que el medio me ha dado.

Con una apariencia de 6 bits podría recordar al estilo de la Atari 2600, pero su sensibilidad es estrictamente moderna con su uso del color y la composición. Podemos leer Novena como un poema más que logrado, pero Cecile Richard hace mucho más que eso. La banda sonora del artista Brambles da inicio a lo que es casi un conjuro mágico que te sumerge en el propio texto. Los buenos poemas invitan al lector a ser imaginativos, a dibujar en nuestra cabeza escenarios reales o fantásticos a partir de las herramientas que podemos encontrar en cada verso. Al carecer de una narración en el sentido clásico, un poema se permite ser poco específico para poder habitar diferentes significados. Pero aquí tenemos más que texto. El propio hecho de moverse por los escenarios, aunque reducidos, supone un espacio lleno de significado . Al interactuar con un juego como este el jugador dicta el ritmo del poema. Puede pasar de la primera línea de texto a la siguiente inmediatamente, como lo haríamos en un poema normal, o puede decidir parar, aunque sea un instante, y contemplar la escena mientras asimila lo leído.
Continental Drift (2019), su siguiente juego, explota aún más la herramienta del espacio que da el videojuego. Hablando sobre una infancia marcada por mudanzas recurrentes, la arquitectura se vuelve un motivo más en el poema. No es necesario describir en ningún momento cada casa por la que pasa la voz poética, sino que estas simplemente se despliegan ante nosotros con el paso del tiempo. La perspectiva cenital que podemos encontrar en tantos juegos aquí da un matiz muy específico a la historia. Las casas por las que nos movemos son totalmente impersonales, siendo más un plano que quiere ser observado en vez de una casa que pueda ser habitada. Apenas podemos movernos en las cuatro casillas que conforman la habitación… Pero espera, nos movemos ¿nosotros?

La crítica que a menudo han recibido los juegos de Cecile Richard ha sido precisamente su falta de interactividad. Esta escasez era el argumento para poner en duda su naturaleza de videojuego. Pero sin embargo esa naturaleza existe y se conjuga con la voz marcada del autor. La característica que de verdad diferencia a estos juegos no es una interacción limitada, aunque claramente es menos amplia no está restringida por una imposición. El elemento interactivo va más allá de los verbos habituales de andar, saltar, atacar, etcétera. Alisha Karabinus llegaba a la conclusión en su artículo sobre los walking simulators que si consideramos los patrones y su aprendizaje la cualidad definitoria de los videojuegos, en obras como estas estos patrones se basan en la empatía. Nuestra agencia no es solo pasar de una línea de diálogo a la siguiente, sino desengranar la historia que nos presentan poniéndonos directamente en la piel de su voz. La misión final no es matar al jefe final sino vivir la historia y entenderla.
La obra de Cecile Richard no podría ser descrita como algo que no fuese un videojuego porque su diseño deja claro que ha sido creada con la interacción de una segunda persona en mente. Puedes crear un videojuego a espaldas de cualquier agente externo, como hacía el propio Beksiński, pero consumir el producto final siempre será mucho más diferente a la experiencia de crearlo. Escribir y leer un poema, aunque claramente experiencias diferentes, se basan en la misma materia que es el texto, escrito o mental. La distancia entre el creador del videojuego y aquel que lo consume es mucho mayor. Podemos leer cualquier poema como una experiencia ajena, el texto estará ahí acudas a él o no. El videojuego necesita para existir y comunicarse que sea jugado por alguien más. Para que exista esta comunicación el creador no solo vierte el texto, sino que tiene que diseñar la experiencia alrededor de que una segunda persona pueda aprender a moverse por su mundo y hacerse sentir parte de él.
Under a star called sun (2020), otra obra de Cecile Richard, comunica su premisa incluso antes de ser jugado. Antes de poder ver el primer frame del juego, un botón en la página web nos invita a arrancar el juego con el texto “run elegy”. La primera frase donde el protagonista piensa que por un momento se encuentra de vuelta en la tierra tiene ahora un significado completamente nuevo. Este juego es una elegía, no necesariamente en referencia a la muerte de ninguna persona, sino del tiempo perdido. La voz se lamenta por no haber hecho más esfuerzo para recordar lo que ahora es cada vez una memoria más difusa. Anhelando un día perfectamente ordinario su recuerdo se vuelve de lo más extraordinario. Esta reflexión llena de metáforas y recursos propios de la poesía tradicional transcurre mientras movemos al personaje en una nave espacial en lo que parece su rutina diaria. El escenario se desvanece y en su lugar aparecen dos líneas de texto en la esquina superior: SEND MESSAGE? -YES -NO. El jugador ya no es un agente pasivo leyendo un testimonio ajeno. Si has sido un espectador hasta entonces el juego te agarra de la solapa para decirte que esto sí va contigo.
Es complicado hablar en estos juegos de protagonistas. En otros videojuegos la narrativa fluye en torno a producir sensaciones en el jugador, el cual interpreta un personaje y ejecuta los verbos que le definan. En God of war somos testigos de la historia de Kratos. El protagonista no es necesariamente un avatar pero somos nosotros los que le llevamos hasta el final corriendo, peleando y escalando; haciéndole superar sus desafíos a través de nuestras propias manos. La historia es suya pero también es la nuestra al pasar por las mismas dificultades. En los juegos de Cecile Richard también arrastramos a un personaje hasta el final del mismo, pero no existen montañas a escalar. Los problemas de las voces en la obra de Cecile Richard fundamentalmente no son los nuestros, pero sí interactuamos con ellos en un ejercicio de empatía. No interpretamos al protagonista de una historia para ayudar a superar sus desafíos, sino que se nos presentan testimonios de una persona desnudando su alma. No es nuestra historia pero los elementos interactivos de cada obra abren la posibilidad a reimaginarlas y evocar en nosotros nuestras propias experiencias.
Es imposible jugar a la obra de Cecile Richard y que no broten de nosotros memorias personales. Frente a frente inspeccionamos recuerdos y videojuego comparándolos mutuamente. Como Karabinus desarrollaba en su artículo, debemos dejar de trabajar con un criterio rígido sobre qué es un juego y, en cambio, pensar en el medio como algo que evoluciona y aumenta su potencial.