Racismo, blues, sexo e inmortalidad son algunos de los temas que desarrolla este western de terror sobrenatural. Casi nada. La película contiene tantas ideas que unas resonarán más que otras dependiendo del espectador. Resultan interesantes todas ellas, y su hibridismo es su virtud, a excepción de la intrusión de la acción desenfrenada en su segunda parte. Pero vayamos por partes: es una película interesante y su propuesta es, en principio, original. Su director, Ryan Coogler, ha estado vinculado principalmente a las franquicias de Black Panther y Creed. Esta película se aleja del cine de despacho y se percibe como una historia que su autor realmente quiere contar.
Nos cuenta una historia de terror sobrenatural en la que introduce leyendas antiguas, magia, música y cultura africana. Sin embargo, pone un paréntesis enorme en el que cuenta cómo dos hermanos gemelos llegan a su pueblo natal en un Mississipi en el que amenaza el Ku Klux Klan. Tras recorrer el mundo, vuelven para seguir haciendo dinero, pues han comprendido que es la única forma para alcanzar la libertad negra. El medio para seguir haciendo dinero, ahora en su pueblo natal, es comprar un antiguo aserradero para convertirlo en una cantina de blues. Un espacio en el que su gente pueda conectar con sus raíces. Los gemelos Stack y Smoke van reclutando antiguos conocidos para formar parte del nuevo Club Juke. Esta primera parte se centra en la construcción de los personajes, tanto de los protagonistas como de los secundarios. Y es exquisita. La mujer del campesino, que aparece un minuto y tiene dos líneas de diálogo se basta para hacer que extraigamos la fuerte personalidad que la caracteriza.
Y es que eso le falta al 90% de las historias de terror: la empatización con los personajes. La mayoría se sirven de los personajes para el desarrollo de lo sobrenatural. El susto satura cuando la historia a menudo pide que el terror provenga de una preocupación por el personaje. Los productos de Mike Flanagan (La maldición de Hill House, La caída de la casa Usher) me entusiasman porque priman este aspecto. En esta película se quiere contar una historia de terror sobrenatural. Sin embargo, la construcción narrativa de la primera parte es tan potente que para cuando llega la segunda la película se convierte en un festival del desinterés. El cambio de tono al desenfreno es anticlimático, y el ritmo se diluye hasta perder el interés en unos personajes tan bien construidos hasta entonces. Lo que interrumpe la fascinación que había ido tejiendo la película es la intromisión de la acción, no de lo sobrenatural.
Pero volvamos a los aspectos positivos. Su manera de hablar del racismo es honesta y auténtica, aspecto que se percibe con facilidad en las historias en la que este tiene un gran peso. La segregación consecuente combinado con el tema de la eternidad es, de todo, lo que me resulta de mayor interés. Para lo eterno, lo sagrado y lo trascendente el racismo no es que carezca de interés, es que directamente no existe. A los vampiros no les importa el color de la piel o el lugar en el que uno nace para extender su dominio: no hay nada más igualitario que la muerte. Y estos, como seres in-mortales, con toda la malevolencia que lo diabólico implica, no contemplan ni siquiera lo absurdo que resulta el racismo. Es solo una construcción humana basada en intereses, una excusa para esclavizar o imponer el dominio. En el mundo de lo eterno, el racismo no tiene lugar. Este tema tan sugerente está en la película.
Por su parte, los hermanos protagonistas, Stack y Smoke, interpretados ambos por un soberbio Michael B. Jordan, han dado la vuelta al mundo para aprender cómo funciona el ser humano moderno. Una vez lo han comprendido, vuelven a su tierra para ganar dinero mientras enseñan este conocimiento a sus lugareños. Sin embargo, estos gemelos que han adquirido el poder del dinero, han olvidado algo: sus raíces hablan de algo más allá de lo humano. Su primo, Sammy el músico, la figura del griot que pone en contacto lo humano con lo sagrado, el presente con el futuro, ha vuelto a sus vidas para recordárselo. También el personaje de Annie, la mujer de Smoke, ejerce este papel. El griot es, en la cultura africana, una figura similar al bardo, aquel que recoge historias de manera oral y se encarga de transmitirlas. Esta película le suma el componente sobrenatural, esa especie de médium que logra conectar los dos mundos.
A la idea del racismo y la inmortalidad se suma la libertad de los negros durante una noche. También es potente y está bien expresada. El blues hace vibrar en esa fiesta en la que se toca al ritmo de la liberación de toda una cultura esclavizada durante siglos. Una reivindicación de una cultura que no se ha perdido por la fuerza de su universalidad. La expresión de esa cultura está aquí en la figura del griot, el personaje que aúna música, leyendas, cultura y espiritualidad en una danza que al final convoca al mal a la fiesta. Y lo convoca tanto en el plano intradiegético como en el extradiegético: el mal no llega solo al interior de la historia, sino al exterior, a la película en su conjunto.
La llegada de los vampiros y la masacre se debe a la conexión del blues con lo espiritual, es una construcción narrativa con una lógica interna y una coherencia intactas. Pero entonces, ¿por qué esa segunda parte es insatisfactoria? Para mí no es por el hibridismo de temas y géneros, por el cambio de trama a lo sobrenatural, sino por un cambio en el tono. La acción dramática adquiere un cariz grotesco, absurdo, que es autoconsciente. Es un Abierto hasta el amanecer negro, pero su exageración saca de la película. No le viene bien ni el humorismo ni el género musical respecto a los vampiros, por mucho que construya una analogía sobre la dominación y el papel de los irlandeses. La segunda parte es una película tarantinesca mal ejecutada en la que por si fuera poco, y aunque sea lo de menos, canta un poco el CGI.
Es lo que quería hacer el autor, no me cabe duda. Pero en mi caso no puedo evitar tener una sensación agridulce. Me queda el sabor de oportunidad perdida, porque aunque haya a quien le guste el único hibridismo que no casa en la película, a esa segunda parte le falta la sutileza y la profundidad de la que la primera iba bien provista. Es una pena que el tema del vampiro sea expuesto con tanta exuberancia cuando podría ser algo amenazante, que acecha desde las sombras. Quizá con ese tono de Eggers en La Bruja o incluso, en otro nivel, del Midsommar de Ari Aster. Aunque entiendo ese homenaje a Abierto hasta el amanecer, que la amenaza se ponga a cantar y a bailar pierde su rasgo amenazante. Se torna ridículo y la danza sangrienta desfasa hasta el punto de que apenas importa quién está muriendo.
A pesar de esa segunda parte, el final recupera levemente la originalidad y el mensaje narrativo que propone. La pena es que entonces ya solo pone una tirita en una perforación de estaca. Aún así, con todo el sabor agridulce que deja, la recomiendo enormemente. Es una gran diversión con ideas que rescatar. No innova sobre el mito del vampiro, pero sí sobre su relación con lo humano y el racismo. Esa primera parte, sobre cultura africana, música, segregación y el propósito de construir una cantina de blues en un contexto de predominio blanco, es exquisita.