Rafael Chirbes (1945–2015) decidió suprimir, a partir de la edición del año 2000, el último capítulo de su tercera obra, La buena letra (1992). El autor consideraba que ese epílogo ofrecía una visión engañosa sobre el paso del tiempo y sobre la posibilidad de redención. «Quiero librar al lector de la falacia de esa esperanza», escribía, antes de dejar, para quien lo quisiera leer, ese último capítulo. Leí esa dos páginas malditas tras acabar la novela porque no podía aguantar la curiosidad y, quizá por eso, fue uno de los elementos que más me dejó pensando de esta obra magnífica, en cierto modo autobiográfica.
Por eso me intrigaba especialmente cómo abordaría esa ausencia —ese vacío— Celia Rico Clavellino en la adaptación cinematográfica de La buena letra, producida por Fernando Bovaira, tras el éxito de la directora con Viaje al cuarto de una madre (2018) y Los pequeños amores (2024). La buena letra se presentó en la 28ª edición del Festival de Málaga el pasado marzo, donde recibió una cálida acogida, y llegará a salas el próximo 30 de abril.
Celia Rico filma la vida de Ana (Loreto Mauleón) durante la inmediata posguerra con un pequeño pueblo valenciano como escenario. Aunque más que el pueblo, es la casa el escenario central, casi un personaje más: el lugar desde el que Ana observa, resiste, sobrevive, lugar de acogida, familia, pero también del desamparo. Ana intenta sacar adelante a su familia, marcada por la herida profunda que dejó la guerra, especialmente a su cuñado Antonio (Enric Auquer), recién salido de la cárcel, donde había pasado meses por rojo. La existencia de Ana se ve teñida de pequeñas miserias que se multiplican con la llegada de Isabel (Ana Rujas). Pero todo parte de la misma raíz ineludible: la guerra, que todo lo trastocó, incluso lo que parecía inmune.

Rafael Chirbes escribía desde lo íntimo para hablar de lo colectivo. Desde la historia particular de una familia, de la familia de Ana, construía un testimonio de país. Celia Rico recoge con precisión ese legado: gestos mínimos, silencios densos, miradas cargadas de memoria. Como en el texto original, la película se despliega a través de fragmentos de una memoria herida. No hay épica ni redención: sólo una mujer que recuerda. Y en ese acto de recordar, se encierra una genealogía de la derrota.
Sin embargo, la rabia que emana Ana en la novela —y a través de ella, Chirbes— queda contenida en la interpretación de Loreto Mauleón, que lo dice todo sin pronunciarlo, con una mirada contenida. Una rabia muda, como la de tantas mujeres que callaron la desesperación y el sufrimiento, y que asumieron el dolor y la pérdida durante los años más duros del franquismo. A pesar de que ha habido críticas por el ritmo lento de la cinta, el silencio es aquí esencial, y no por falta de palabras, sino porque no hacen falta.
Ese tono contemplativo, ese acercamiento sutil al trauma y la posguerra, recuerda inevitablemente al cine de Víctor Erice. Como en El sur (1983), el pasado no es un recuerdo, sino una presencia. Un fantasma. «Parecéis fantasmas», dice Anita, la hija de Ana, cuando su madre le enseña la única foto que conserva del día de su boda con Tomás (Roger Casamajor).
Loreto Mauleón y Ana Rujas coinciden de nuevo tras 8, de Julio Medem, una película que también se enfrenta al legado de la Guerra Civil, aunque desde una óptica distinta. Si Chirbes habla de una herida insalvable y de una miseria —moral y material— como legado perpetuo, Medem proponía una reconciliación posible. Aquí, en La buena letra, esa reconciliación no existe. La herida permanece abierta, y las miserias que provocó permanecen durante toda una vida.
Ambas actrices brillan. Mauleón encarna a la Ana que uno imagina al leer a Chirbes: una mujer firme, silenciosa, devastada. Rujas, por su parte, encarna con matices esa elegancia impostada de alguien que parece tener un propósito oculto, aunque en la película, Isabel se muestra con una humanidad más ambigua, menos condenada al arquetipo de la antagonista. Porque la Isabel de Chirbes es un personaje que se merece el odio.
Es cierto que hay diferencias entre el libro y la película, y algunas decisiones —como la supresión de ciertos personajes, alguno de ellos esenciales en la obra literaria— podrían debatirse. Pero el resultado final justifica esas elecciones. Porque, más allá de los cambios, el espíritu de La buena letra permanece intacto: la voluntad de contar una historia desde el dolor, desde la derrota, desde ese lugar donde la memoria no consuela, pero sí explica.