Gladiator me permite, además de hablar de la misma, reflexionar sobre dos cuestiones. Por un lado, de aquellas producciones cinematográficas hollywoodienses que han dominado la taquilla desde hace ya más de una década. Por otro, de una cuestión de la que sorprendentemente sigue siendo necesario hablar: el rigor histórico en la ficción. Voy romper una lanza a favor de esta película y a clavarla en otro sitio: en el género que hemos asumido, a veces vilipendiándolo y otras alabándolo. Hablo del género «de la nostalgia». ¿Cuántos años llevamos ya consumiendo productos que si no fuera por el factor nostálgico se caerían a pedazos? A menudo ni siquiera eso sostiene la obra que tenemos en la pantalla.
Gladiator II sin duda es una de esas que se ha construido con la argamasa nostálgica. El problema de la nostalgia es que se basa mucho en aquello de «ya nada es lo que fue». Y sin embargo, por ese motivo es por el que este género ha funcionado tan bien: la rememoración ya no de la película del pasado, sino la de nuestro propio yo. Por eso la argamasa nostálgica es tan poderosa y a la vez tan endeble. Porque nos lleva al pasado y provoca la desconexión del presente, omitimos las escenas que pasan por nuestros ojos y vemos las que permanecen en nuestra memoria.
Esta es la fórmula imperante de los últimos años, desde los remakes de Disney a las criaturas fantásticas del mundo mágico, pasando por una galaxia muy muy lejana. Pero ni mucho menos estoy criticando la ampliación de los universos ficcionales. La cuestión es qué tipo de construcción queda o, si al menos se mantiene, al quitar la argamasa nostálgica. Productos como The Mandalorian o la poco reivindicada La guerra de los rohirrim se mantienen erguidos cuando quitas la argamasa. Lo que los mantiene es el relato original, su historia propia donde lo evocador del producto del que son deudores es solo aquello que se suma a lo que ya funciona de por sí.
Por fin la pregunta: ¿Qué sostiene, si se sostiene, a Gladiator II?
Es este un caso curioso. La argamasa nostálgica es más que palpable en la obra. Y a pesar de eso, es capaz de convencer por momentos de que la secuela de la historia del 2000 era necesaria. La fórmula se repite sin que la tragedia se saboree. La reacción del protagonista interpretado por Paul Mescal a su propia tragedia casi ni nos afecta. Es como si Ridley Scott hubiese asumido que no puede clavarnos el mismo puñal dos veces y decidiera pasar lo antes posible a la acción. La motivación del general Máximo Meridio era la motivación trágica del espectador para ver sus combates en la arena. En esta ocasión, es la excusa narrativa.
A pesar de la carencia trágica y la repetición de la fórmula, la película funciona por otros motivos. Quiere llevarnos a la arena como sea, y quiere que veamos el espectáculo para que nosotros mismos alcemos el pulgar. La película es extrema por varios motivos. La espectacularidad, la acción violenta, la manipulación política…. y los emperadores. Caracalla y Geta son tan excesivos como fácilmente odiables, al más puro estilo Joffrey Baratheon: la crueldad que se sabe intocable. Y funcionan porque precisamente la fórmula de la película anterior se ha exagerado. Están más enajenados que Cómodo, y los propios cónsules los odian porque son el último eslabón de una Roma decadente. Y vuelve el morbo de un elemento infalible en la fórmula: quieres ver a los creadores del juego sufriendo su propio juego. Ver al esclavo que destruye a su amo nos ofrece un placer difícilmente comparable.
Gladiator II es menos seria, menos dramática y menos emotiva que su predecesora. Pero puedo decir que es de las películas más divertidas del último año. Prueba infalible para los tiempos que corren: cuando miré el reloj, ya habían pasado las casi dos horas y media de metraje. Es consciente de que, como secuela, no deja de apoyarse en la del 2000. A pesar de eso, esta película no vive de las reminiscencias, porque es otra cosa: la arena se convierte en agua. La construcción se mantiene cuando quitamos la argamasa nostálgica. Paul Mescal está a la altura sin tener que ser Russell Crowe, la actuación de Pedro Pascal se pasa tan rápido como un fantasma (es, en cierto modo, un espectro de Máximo) y el carisma de Denzel Washington es tan embaucador como siempre, en este caso desde el lado oscuro.
Esa lanza que quería romper a favor es en la dirección de una tendencia crítica que deberíamos haber superado ya en 2025. Sorprendentemente, se sigue demandando rigor histórico. Aunque la lista es inagotable, es lo mismo que pasó con la Napoleón del propio Scott, como si el problema de aquella fuese el rigor del personaje real. No podemos tratar de rastrear el rigor histórico de Gladiator II, una película que está lejos de pretenderlo.
La representación del pasado tendrá siempre una fidelidad a los acontecimientos históricos como mínimo limitada. Estamos en el terreno de la ficción, no de la historia, y si la anterior no lo pretendía, esta procura dejarlo claro. Solo el hecho de crear un relato trágico o una intriga para el espectador, o simplemente con rememorar lo pasado, del que no tenemos todas las certezas, ya podemos olvidarnos del rigor histórico. Podemos quedarnos en el intento, y quizá sea un esfuerzo loable, un acercamiento riguroso, pero nada más. Marco Aurelio y Cómodo, Caracalla y Geta, el coliseo y los gladiadores son elementos de ficción con una base en el pasado. Pero los historiadores se pueden quedar tranquilos: la búsqueda de información posterior a la experiencia ficcional puede dar a conocer eventos o personajes históricos que quizá jamás, o apenas, se hubieran dado a conocer a un público mayor.