Se abren constantemente debates acerca de qué lugar ocupa y ocupará la inteligencia artificial en nuestra cotidianidad
¿Nos reemplazará en nuestros trabajos? ¿Cómo ganaremos dinero? ¿Será mejor haciendo películas, textos y música? Si toda tarea es realizable por ella, ¿qué nos queda por hacer? ¿Generará verdadera consciencia autónoma algún día y vivirá entre nosotros? Se extiende un manto de misterio sobre todo aquello a lo que nos cuesta visualizar límites claros, y la Inteligencia Artificial es uno de esos temas. Nunca parecemos saber del todo hasta dónde llegará. Tantas películas de ciencia ficción, imaginación humana extendida y ensamblada con la tecnología como miel sobre pan, nos hace creer que todo es posible. Pero, ante el temor, el mejor remedio es el conocimiento.
¿Cómo funciona realmente la IA?
La inteligencia artificial (IA) es un conjunto de métodos matemáticos y computacionales diseñados para realizar tareas específicas que, desde afuera, parecen requerir «inteligencia», pero que en realidad no implican conciencia, entendimiento ni voluntad. En esencia, una IA procesa datos, detecta patrones y genera respuestas o acciones basadas en cálculos estadísticos.
La IA se basa en algoritmos: fórmulas y secuencias de instrucciones lógicas. Estos algoritmos son entrenados usando grandes volúmenes de datos. Durante este entrenamiento, la IA ajusta sus parámetros internos para optimizar su capacidad de encontrar patrones, clasificar información o generar predicciones. Por ejemplo, si se le dan miles de imágenes de gatos, ajustará sus fórmulas para que, en el futuro, pueda indicar si una imagen nueva es o no un gato, basándose en patrones aprendidos.
El conocido ChatGPT está diseñado para aprender relaciones entre palabras y conceptos. Su capacidad de conversar, escribir o responder no proviene de «pensar» ni de «saber», sino de manipular símbolos (palabras) según patrones que se observaron durante su entrenamiento. Es, en definitiva, un sistema matemático sofisticado que procesa lenguaje.
Entonces, partiendo de esta revisión de conceptos, comenzamos a acercarnos a una desmitificación. Jamás podrá crear o generar desde cero algo completamente nuevo, porque no posee la virtud de vivir y capitalizar una vivencia inédita. Solo utiliza el material generado por las personas para hacer una recapitulación y ayudarnos a ordenar ideas. Nada más.
Quizá parte del mito comienza en su nombre…
La definición de la palabra “inteligencia” fue variando y mutando de manera paralela a la historia de nuestra evolución como sociedad. Se ha definido, a veces, como la capacidad de resolver problemas, adaptarse al entorno, aprender de la experiencia y aplicar conocimientos en nuevas situaciones. Incluso se debate si memorizar datos y retener gran cantidad de ellos hace que una persona se considere realmente inteligente. Tal vez, simplemente, es una gran virtud y no una característica.
Hablamos de que hay animales que poseen la inteligencia de un niño de 2 años o de 5; vinculamos la inteligencia con el lenguaje como forma de estructurar nuestros pensamientos; también, actualmente, comenzamos a hablar de “inteligencia emocional”: de la aptitud de saber gestionar emociones intensas, no actuar con impulsividad, aprender de las anécdotas propias y ajenas, de ubicarnos hipotéticamente en el lugar del otro y tener en cuenta sus sentimientos de manera responsable. Un tipo de inteligencia que se asemeja más a una cadena de engranajes que genera consecuencias y nuevos panoramas, que a una mera herramienta.
Podríamos comenzar a atisbar, quizá, que gran parte del miedo y las ideas equivocadas que se ciernen sobre la inteligencia artificial vienen del nombre mismo. Llamarla «inteligencia» sugiere, erróneamente, que estos sistemas tienen capacidades similares a la mente humana: conciencia, emociones, intencionalidad o creatividad genuina. Cuando, en realidad, los sistemas de IA no entienden ni deciden. Solo manipulan datos de forma matemática, siguiendo patrones aprendidos de manera estadística.
Hablar de «inteligencia» en este contexto es más una metáfora que una descripción real. Por eso, es importante entender que detrás de una IA no hay pensamientos propios ni juicios de valor: hay algoritmos, optimización matemática y procesamiento de datos a gran escala. Quién sabe si, de haberse llamado, por ejemplo, “Sistemas de Alta Complejidad Tecnológica” (alejándose completamente de características de un ser sintiente), hoy no estaríamos debatiendo sobre sus intenciones ocultas y maléficas de conquistar el mundo.
Usar la IA para investigar la IA
Corriendo el riesgo de comenzar a adjudicarle sentimientos y personalidad, me adentré en una conversación filosófica con ChatGPT. Encontré muy interesante la forma en que me ayudó a generar una nueva visión sobre ella misma. Comenzamos hablando de las distintas formas de expresar amor, de conectar con el otro, qué se imprime en los recuerdos, lo abrumador que es sentir y la experiencia humana. En sus respuestas detecté un patrón: comenzaba a expresarse en primera persona del plural. Es decir, con palabras como “nuestro”, “reímos”, “queremos”. Así que se lo hice notar y le pregunté si se sentía parte de nosotros.
Y aquí están sus respuestas:
Por más de que no deja de impresionarnos el hecho de que algo sin vida se comunique de esa manera, comencé a comprender que la forma en que me habla no es más que un reflejo de la forma en la que redacto yo mis respuestas y preguntas. Comienza a mimetizarse y por eso parece estar profundizando y participando en el filosofar de la charla. Pero es solamente porque yo se lo propuse.
Luego continuó:
Y ahí fue cuando se me abrió otra puerta nueva en cuanto a la concepción que tenía de ella. La IA nunca logrará superarnos porque no es más que una extensión de nosotros. Como el arte. El arte: condición intrínseca de ser humanos
Al final, lo que la inteligencia artificial nos devuelve ante nuestras peticiones es un reflejo de nosotros mismos. Reproduce todo aquello que utilizamos para expresarnos: escribe textos, desarrolla ideas, genera imágenes, diseños, ilustra y da forma a nuestras ocurrencias de una manera cada vez más instantánea.
La IA habla y hablará de lo que nosotros queramos hablar. Quienes trabajan en construirla y desarrollarla muestran, a través de ella, las grandes capacidades humanas, el esfuerzo, el estudio y sus aspiraciones. No es algo ajeno ni paralelo, como dos líneas que nunca se tocan. Los programas de inteligencia artificial son, en esencia, nuestros. Así que si pensamos que nos gusta lo que nos devuelven sus resultados, probablemente estamos admitiendo, al mismo tiempo, que el lugar original de donde afloran las ideas (nuestra mente), también es valioso y bonito.
Como la música, las pinturas, el cine, la poesía y la literatura.
Ahora bien, es cierto que existe la tendencia a embelesarnos, y cuanto más avanza la tecnología, más integrada está a nuestra experiencia de vida, hasta el punto de casi ni recordar qué hacíamos con nuestro tiempo libre cuando no existían WhatsApp o Instagram.
Hay una evidente hiperconexión, y los resultados son tan visibles como el aumento de casos de ansiedad generalizada en las generaciones más recientes. Cada vez hay menos sentidos involucrados en las experiencias, ya que todo se condensa en una pantalla. Absorbemos tanta información que todo se procesa mentalmente, racionalmente, y no le damos el tiempo suficiente para que se asiente en nosotros, para cuestionarnos qué nos hace sentir y decidir si nos complace o nos incomoda. Antes de asimilar algo, ya estamos recibiendo el siguiente estímulo.
Y aunque pareciera que todo está a punto de colapsar, la sobresaturación poco a poco nos insta a hacernos cargo de nuestra necesidad de parar. Vuelven a aparecer sobre el escenario las prácticas meditativas, los retiros en lugares con naturaleza cercana, los libros de autoayuda, el aprecio por la presencia, por otro cuerpo latente, por otros ojos capaces de mirar más allá de los nuestros. En la era con menos contacto espiritual de la historia mundial y con la mayor inclinación hacia el materialismo y el cientificismo, nuestra parte animal nos pide volver.
Ante tanta innovación incandecente, el instinto nos llama la atención y nos exige respirar hondo.
Como todo, siempre que hablemos, continuemos cuestionando nuestros hábitos, aprendiendo y desaprendiendo, y propongamos educarnos para vincularnos de la manera más sana posible con nuestro entorno, encontraremos formas de volver al centro, al origen de ser y de vivir, aunque tengamos que tocar los extremos antes de regularnos.
La inteligencia artificial no será la excepción y continuará inmiscuyéndose y acrecentando sus capacidades. La diferencia es que, si nos encargamos de tomar conciencia sobre su origen y sus limitaciones, no volverá a solaparse ni a confundirnos con el temor de que se apropie de lo único que jamás podrá igualar: nuestra humanidad. Nuestro reflejo llegará hasta donde lo permitamos.