Recuerdo ver Vacas (1992) y quedarme ensimismada. Estaba presenciando un cuento, cómo entraba la luz, con una fuerza visual indescriptible, imágenes que parecía que se podían oler. Una narración íntima, casi onírica, la sensación que me generaron esos personajes que parecían estar encerrados en aquella casona, esas vacas que no juzgan, pero ven.

Ya había visto más películas de Medem, pero Vacas estuvo en mi cabeza durante un tiempo después, por el uso de esa alegoría de una España rota y dividida, que hoy sigue pesando. Esta era la premisa de 8, el nuevo largometraje del director vasco. Por esta razón el anuncio de esta producción produjo en mí cierta alegría, a pesar de que lo último que había visto de Medem me había dejado bastante indiferente, fría o incluso enfadada. 8 podía significar el regreso del Medem que me encogió el pecho en Vacas, Los amantes del círculo polar o La ardilla roja. Sin embargo, tras la visualización del filme la sensación de enfado volvió de alguna manera.
La fuerza visual y la narrativa habían desaparecido en un conglomerado de planos secuencia que daban la sensación de estar viendo una telenovela de sobremesa, unido a una actuación de Ana Rujas, que, espléndida en otras de sus actuaciones, aquí no brillaba especialmente. Rujas es magnífica en teatro o en trabajos de los Javis, pero aquí se quedó corta, y produjo que la película tuviera un tono teatral que seguramente no fuera la intención principal.
Resulta que Medem ofrece aquí una visión totalmente reduccionista, plana y superficial de lo que ha sido la historia de España los últimos 90 años. Una historia que, aparentemente de amor, quiere hablar del perdón y la conciliación, del ciclo interminable de conflictos en España, con una connotación un tanto idealista, lo que provoca que los personajes sean arquetípicos y la película adquiera un tono irreal y con una moraleja que en los momentos que estamos viviendo, no sirve de nada.
Los guiones de Medem siempre me cautivaron, o quizás simplemente era una adolescente descubriendo Los amantes del círculo polar, que decidió que las palabras que escuchó iban a ser las que le iban a marcar el resto de su vida. Este guion se sintió especialmente forzado, con diálogos mal ejecutados, que, eso sí, me hicieron soltar alguna risa durante la proyección.
Pero no todo fue malo. El simbolismo del pez, de Abel y Caín, del 8, opuestos pero unidos, me hicieron fluir más fácilmente por la película y por el Manzanares. Julio sigue manteniendo parte de la poética que lo convirtió en uno de mis cineastas predilectos. La música y el sonido, quizás lo mejor de la película.
Sí hay que hablar de política, no todo es culpa de los políticos y qué mal que las últimas palabras que digas en tu vida sean «Viva Franco».